Repaso nostálgica el cuaderno de viaje que llevé conmigo a la India. Me gusta plasmar siempre que viajo ideas, anécdotas y percepciones que con el tiempo descubro haber olvidado. Mi cuaderno empieza explicando cómo viví esas primeras horas en el país que, de hecho, resultan siempre las más increíbles. Pienso que no hay mayor excitación en un viaje que la que se siente en aquellos instantes iniciales, cuando nada más llegar al destino, se recorren los pocos o muchos kilómetros que separan el aeropuerto del primer alojamiento.

Mi nombre es Cristina y llevo trabajando en BuscoUnViaje desde 2012. Durante 2 semanas, recorrí la India por ciudades tan asombrosas como Delhi y Agra y otros lugares mágicos como la ciudad sagrada de Benarés o el entorno rural de Khajuraho. Desde BuscoUnViaje siempre hemos apostado por ayudar a nuestros viajeros a descubrir el mundo. ¡Qué mejor manera de contribuir a esta misión que contando en primera persona mi experiencia!

Primeras horas en Delhi

Me bajé del avión agotada por una larga espera en el aeropuerto de Moscú. Pasaban las doce de la madrugada (hora local) pero mi cuerpo ya no digería la noción del tiempo. Era agosto y el porcentaje de humedad, elevadísimo. A esas horas, no había mucha actividad en el exterior del aeropuerto internacional de Delhi, así que tomé confiada el coche privado que me estaba esperando a la salida para llevarme al hotel.

Situado en el barrio de Paharganj, mi hotel estaba muy cerca de la arteria principal de esa zona, la calle Main Bazar. Es una zona muy transitada por viajeros, pues se encuentra cerca de la estación de trenes que conecta con las grandes ciudades del norte del país. Pero a aquellas horas, sólo durante pocos minutos, me planteé el porqué de la decisión de haber querido visitar la India. Estaba oscuro y desolado. Bajo un mar de cables indeterminado pude adentrarme en la calle de mi hotel, donde aparecieron varios y desafiantes perros callejeros y algún otro ruido de animal no reconocible que me hicieron ponerme más alerta, si cabe, y acceder rápido al establecimiento.

De día todo se ve diferente y, efectivamente, así fue. Delhi, ya de mañana, me presentó una realidad hasta entonces desconocida. Nunca antes había convivido con tanto ruido procedente de tantas vías distintas. Los muchos locales que transitaban las calles gritaban y caminaban sin rumbo, o eso parecía. Los tuk tuks dejaban muy poco espacio de vía pública por la que poder dar un paso, cuyos conductores sentían la imperiosa necesidad de hacer sonar el claxon cada 5 segundos (o quizás menos). Hay que sumar bicicletas, automóviles, carros y, por supuesto animales. Y por si alguien se lo pregunta: sí, las vacas ocupan bastante.

Gracias a la gestión de una agencia de viajes pude recorrer la India en tren sin complicaciones. La reserva de billetes desde España sin la colaboración de un experto es prácticamente inviable y éste es, probablemente, el principal motivo por el que desaconsejaría un viaje por libre en este país. Fue el tren el que me llevó a Agra en poco más de tres horas desde Delhi, y por supuesto, tenía como objetivo adentrarme en uno de los grandes monumentos del planeta: el Taj Mahal. 

Las distintas realidades de la India

Fue durante el amanecer del día siguiente y consiguió en mí aquello que precisamente buscaba: el hallazgo de un escenario tan extraordinario que justifica el impulso de recorrer miles de kilómetros y que enriquece por el mero hecho de descubrir que el mundo guarda valiosas estampas fuera de los límites de lo conocido. En teorías de crecimiento personal se suele decir que hay que salir de nuestra zona de confort, y viajando, uno descubre que no hay nada más increíble que lo que hallamos fuera, muy lejos de nuestro espacio de confianza.

Me sorprendió, no obstante, el contraste abrumador del mausoleo con lo que representa la India: el Taj Mahal se erige como un espacio equilibrado, ordenado, limpio…nada más lejos de la realidad en el país. Fuera, a pocos metros de la entrada al monumento, grupos de niños llevándose la mano a la boca en busca de comida o dinero que me hacían chocar de frente con la situación de pobreza extrema que viven algunos sectores de la población india. 

Un hecho irrefutable es que en las ciudades se magnifica más que en las zonas rurales el índice de insalubridad, carestía y miseria con la que lidia a diario la población del país. La estratificación social es todavía patente en la India, con un sistema de castas abolido por la Constitución de 1950 pero que sigue clasificando a la población y dejando a los más desvalidos discriminados y repudiados por las clases superiores. Al respecto, leo en mi cuaderno la de contradicciones que aparecen en mí durante el viaje ante situaciones como la de niños pidiendo ayuda. Porque esa ayuda se traduce en dinero que no irá a favor de ellos, y porque esa comida que pudiera entregarles no debería estar supeditada al número de visitantes a los que solicitarla en su día a día.

Recuerdo empezar a acostumbrarme a caminar por estaciones de tren con gente tirada por el suelo. Convivir con la pobreza y la suciedad poco a poco me iba pareciendo menos hostil. Y entonces, me cuestionaba: Si yo me he acostumbrado, ¿Cómo no va a estarlo la sociedad india si no conoce otra realidad y lleva viviendo así toda su vida? Recuerdo también que un guía en Benarés nos explicaba que los gobernantes de la ciudad presumían de haber reducido en un 50% la basura en sus calles. Y todavía ahora pienso: ¿Cómo estaría antes de ser esto verdad?

La India rural y el misticismo de Benarés

Orchha y Khajuraho me robaron el corazón. Venía de días recorriendo grandes ciudades y llegar a núcleos mucho más pequeños y rurales me dio el respiro que ya en ese momento necesitaba. Es aquí donde más pude interactuar con los locales sin las contradicciones morales que me habían acompañado hasta entonces. Se les veía felices y capaces de autoabastecerse con sus cultivos y trabajo agrario. La naturaleza aquí adquiría un papel protagonista y sus templos me dejaron sin aliento, aunque la precariedad también se hacía evidente. 

Una noche, la luz se fue en todo el núcleo de Orchha y justo coincidió con que estaba cenando en un local decente aunque humilde, en el que por supuesto también me quedé a oscuras. Recuerdo pedir ayuda al responsable del establecimiento, quien me acompañó muy gentilmente con un farolillo que alumbraba tímidamente las calles, por las que campaban a sus anchas y bajo absoluta oscuridad, las vacas y todo lo que forma parte del tejido callejero de un pueblo como aquél. Al llegar al hotel, el más básico de toda mi estancia en el país, tuve que ingeniármelas para conciliar el sueño con la compañía de varias familias de insectos que ni veía por la ausencia de luz, ni quería ver por el asco que les profesaba. 

¡Pero qué días más bonitos pasé en estos pueblos! Pertenecientes al estado de Madhya Pradesh, disfruté como nunca de una naturaleza exuberante, que por instantes me hacía creer estar en África. Muchos caminos discurrían por campos de un verde muy intenso en los que se podían avistar búfalos y otros animales. Para culminar mi estancia allí, la visita a las Raneh Falls, unas cascadas impresionantes -era época de lluvias- me hicieron comprender que el país tenía muchísimo más que ofrecer de lo esperado, también a nivel de naturaleza y paisajes.

La ciudad sagrada de Benarés constituyó la última parada de mi ruta por la India. Pensaba entonces que ya nada me podría sorprender… ¡Qué inocente! Y así es la India, un país que te pone a prueba a diario, que te hace cuestionarlo todo  y que nunca, nunca deja de sorprenderte. Allí me vi desbordada por la cantidad ingente de personas que fluían de forma anárquica por sus calles, un espacio laberíntico del que no hubiera tenido escapatoria sin la ayuda del guía contratado para esos días. Disfruté, ya más tranquila, de los rituales al atardecer, que tenían lugar en los “ghats” o escalinatas junto al río Ganges, donde lo místico hacía desaparecer lo terrenal, lo contemporáneo, la vida tal y como yo la concebía en aquel tiempo. Fue en Benarés donde me creí por momentos parte de una época pasada, centrada en la veneración de deidades que hasta mi viaje me eran totalmente ajenas. 

Regresé desde Benarés a Delhi, desde donde tomé mi vuelo de regreso a España. Los primeros días aquí fueron raros: ir a un supermercado de mi ciudad me hacía sentir mal, injusta. Había convivido durante días con personas que no tenían prácticamente comida. Había ido a tiendas allí que difícilmente podían venderme algo que no estuviera caducado. Casi siempre, patatas o galletas, nada más. Y llegaba aquí y me encontraba con estanterías repletas de productos con innumerables marcas, tamaños y precios. ¿Es necesario contar con este sobreabastecimiento mientras en otra parte del mundo existe tal precariedad? 

Hoy he releído, de principio a fin, mi cuaderno de viaje a la India. 65 páginas que bien podrían convertirse en un manual de cómo en dos semanas tu vida puede pasar por múltiples estados y situaciones. Y ahora, repasando las últimas frases, siento que éstas cobran más sentido que nunca. Así acababa, unas frases que escribía en algún lugar del espacio aéreo, ya de regreso: “Jamás había valorado tanto lo que tengo en casa y en ningún otro viaje me había enfrentado a tantos retos. Mientras, fuera de nuestras fronteras, hay gente para la que su vida representa, por sí misma, un reto diario. Hay gente que afirma que su vida ha cambiado tras conocer la India. La mía no creo que lo haga, pero indiscutiblemente sí lo hará la forma en que la afronte a partir de ahora”.