Nota: lo que sigue es un fragmento de la novela de un viaje de ficción (que algún día verá la luz en su integridad).

Sin ningun lugar a dudas, el tren es el mejor medio de transporte que existe. En un autobús – o en un avión- uno cuenta los minutos que faltan para llegar, el objetivo es el destino y nunca el trayecto. En el tren, sin embargo, uno disfruta del viaje en sí, porque le comienzan a ocurrir las cosas que en su destino acabarán por suceder. Me atrevería a decir que es sólo viajando en tren que uno puede llegar a intimar con los que le rodean, e incluso hacer un amigo con el que luego quedar a cenar en compañía. En el autobús, aunque pueda parecer similar al tren, en raras ocasiones llega uno a conocer al compañero de asiento, y muchas veces ni siquiera surgirá una conversación. Por el contrario, si durante un viaje en tren dos personas no llegan a intercambiar unas palabras, la razón más probable es que ambos lo hayan querido evitar.

He pensado en esto muchas veces, sobre todo cuando cogía el autobús a Jaén para ir a ver a Luna durante el verano y me sentaba con alguien sin el menor deseo de hablar conmigo. Cuando esto sucedía yo me reía para mis adentros, pensando que a lo mejor daba la imagen de un pesado que era preferible evitar. Entonces, sacaba mi cuaderno y me entretenía escribiendo una historia, o a lo mejor imaginando la vida de ése que iba a mi lado y que prefería ignorarme. A veces era yo el que se defendía para no comenzar esa conversación, y entonces, por un lado me sentía culpable de ni siquiera darle una oportunidad al otro de caerme bien y sin embargo seguía leyendo mi libro para no darle la opción de decir una segunda frase. En el tren, sin embargo, creo que aparte del alemán de la pierna vibradora nunca me he encontrado en una situación incómoda. Supongo que es la sensación de libertad, el saber que en caso de no encontrarte a gusto con la otra persona podrás levantarte e ir a otro lugar del tren. En el autobús, si tomas el riesgo de hablarle a tu acompañante no vas a tener más remedio que seguir haciéndolo durante el resto del viaje, porque es imposible marcharte alegando haber llegado a tu destino o simplemente mascullar alguna explicación mientras te vas al vagón restaurante. Ese temor en el autobús, ese miedo a iniciar una conversación con alguien del que quizás luego no podrás escapar, es la mejor metáfora de cómo nos comportamos todos en nuestras relaciones de amor o de amistad. Por eso, a algunos amigos yo siempre les digo que tienen el síndrome del autobús. A lo que ellos me suelen contestar que a mí me gusta demasiado el tren, que nunca sé si interpretar como una referencia a mi verborrea o a mi fijación por Luna; o a ambas, claro.

 

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